martes, 13 de noviembre de 2012

Uno puede volverse adicto a cierto tipo de tristeza.

No tiene que ver con las lágrimas, es mucho más dulce, como una caricia con la mano helada. Es cruel, porque está todo ahí, y sin embargo por más que te sacudes no sale esa sensación de melancolía. Cualquier vidrio es bueno para contemplar fuera como si se tratase de una gran vista que se limita a todo lo que da vueltas sin solución por tu cabeza. Y para colmo, como si andar a oscuras y con una sonrisa que no es tuya no pareciera suficiente, haces el macuto y ya te aparecen con el billete de vuelta, con los días contados, con las fronteras puestas, con los techos bajos, con las puertas cerradas y con cantidad de planes deshechados, porque, ¿total, qué importa? Apenas nada. Y como no me apetece perder nada, de eso que alguna vez ya he perdido, echo a andar intentando no fijarme en si tus huellas van por el mismo camino. Uno puede volverse adicto a cierto tipo de tristeza, esa que vive en la gran duda entre "dejarlo" o "intentarlo un poco más".

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