Veo que las visitas siguen subiendo, casi igual que siempre y sin embargo no sé quien lee esto. Sólo tengo dos personas cercanas que sepan que vuelco todo lo que guardo dentro aquí. Algún amigo de amigo. Nadie más. Y ni ellos, que conviven con el huracán que soy comprenden lo que pasa en esta cabeza. El otro día una persona preciosa me escribió que a veces leía el blog y no entendía nada.
La verdad es que vivo hecha un lío. No puedo hacer planes a más de tres meses vista. Tengo un billete de avión para cruzar el planeta en casi un año y me da una mezcla de miedo e ilusión cada vez que lo miro, porque me preocupa que las cosas sean demasiado diferentes.
Lo he pasado muy mal. De hecho, no creo que esté demasiado bien. Qué coño, lo cierto es que soy un desastre. No hago caso de los consejos de quien me quiere, cuido a quien no me quiere y me dedico cuando estoy triste a ver vídeos de esos que hacen llorar.
Me muerdo las uñas, como un caníbal. Uno de los puntos fuertes de Australia (Sí, estuve en Australia y resulta que era el paraíso) es que tenía unas uñas monstruosamente largas. Miento, eran unas uñas normales, pero yo nunca había tenido eso sin tener que pegarlo encima de mi dedo. Arañaba a la gente, que estaba hasta los huevos y me costaba horrores pulsar la pantalla del móvil. Pero Australia me regaló la paz suficiente como para dejar de comer uñas y yo creo que eso es amor verdadero.
Hablando de amor verdadero, hace rato que aquí no llega un ápice de eso. De amor propio tampoco vamos sobrados. Hay tanta gente maravillosa ahí fuera que a veces estamos solos porque, de lo buenos que son, y lo mucho que nos conocemos a nosotros mismos, no queremos hacerles daño. Como he dicho, soy el huracán, destruyo todo lo que se acerca y no dejo que nadie se acerque lo suficiente como para estar en el ojo.
¿El futuro? Por favor, para. Frena. Resulta que el otro día fui a echar gasolina y llené el depósito. Que pienso en ahorrar más que en gastar. Que me compro más cosas útiles que cosas que me enamoran. Que trabajo mucho. Que en mi día libre quiero quedarme en la cama. Que me he debido hacer mayor en dos meses y me lo he perdido. Y ser mayor es una mierda.
Que solo conozco una persona que sea feliz con lo que hace y eso le dé para vivir sola y tener pareja, e infinita ropa, y estar siempre preciosa, y me muero de envidia. Y me pregunto si eso es posible y por dónde empieza uno. Y a veces pienso que ojalá pudiera acercarme, que esa clase de optimismo se pega. Son secretos tácitos, lecciones de vida silenciosas. Pero no puedo. Estoy sincera, pero es que esa historia es muy larga.
Que he encontrado mi lugar en muchos sitios, tengo mil casas que no son mi casa, que solo se llega en avión. Que no sé si me quiero marchar o quiero huir. Y eso me da miedo, ser una cobarde. Huir toda mi vida.
Que cada vez estoy más sola. No es de un día para otro, pero cada día me importa todo menos, y qué quieres que te diga, y lo siento. Todo me importa menos, todos me importan menos. Gente con quien hablaba todos los días y ahora se nos cuela un "hola, que tal?" de ven en cuando y ahí muere la conversación. Me callo las cosas, ya no pido ayuda. Me quema el pecho a veces, pero ya no quiero molestar. No, Raquel, no mientas. No es por molestar; es que todos tienen razón. Estoy y están cansados de acogerme en sus brazos, de secarme las lágrimas y decirme qué NO hacer, para volver con la misma historia pasadas dos semanas.
De lo que no me puedo quejar es de lecciones. Aprendo todos los días, aprendo tanto que siento que se me va a escapar todo, pero aquí sigue. ¿Y sabéis que he aprendido? La cosa que más infeliz hace a la gente es la sensación de que todo escapa de su control, que hagan lo que hagan ni su esfuerzo ni todos los cambios que hagan van a influir en los acontecimientos del entorno. Es cierto, mi realidad cambia deprisa aunque yo me arrodille a pedirle que pare. Es cierto. ¿Y además sabéis qué? Las personas se necesitan unas a otras. Las personas pueden hacernos inmensamente felices, sin tener nada. Y sin embargo, las personas pueden matarnos.
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