Otoño llega tarde, o soy yo que no lo quiero. Anhelo diciembre, diciembre, diciembre. Con su frío y sus repetitivos anuncios de perfumes, paté y salmón. Noviembre es el preámbulo malvado de ese mes redondo. De un fin de año como ninguno, perfecto. Noviembre está lleno de termómetros alocados, de lluvia, de niebla. De exámenes y correcciones pastosas a redacciones de temas estirados como chicle, y llenos de relleno porque no daban más de sí. Noviembre huele a horas de reclusión estudiando y razonando, o pensando en el ayer, no lo sé. Y diciembre trae en la cesta de Navidad un fin de semana de total desmadre en Valencia, con la cámara y con una personita que, aunque veo dos veces al año, la amo de una manera increíble, trae también un concierto impresionante con unos amigos aún mejores y para culminar la faena me devuelve a mi familia, que es lo más grande que se me puede regalar. Verdaderamente, voy a ser muy afortunada, aunque quieras que no, tampoco me disgusta el suelo lleno de hojas...
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