El día más complicado. Un guiño a la comida china (mi primera comida sólida después de tres días y tres montaditos muy rumiados). Tengo suerte de poder escribir, que me alivia el alma. Me he fijado y la vida, que siempre golpea fuerte pero enguantada, te da la posibilidad de llorar en la ducha, de llorar en la lluvia. Como si ahí las lágrimas fueran menos pecado. Aún no he llorado a gritos, temo lo peor.
Pero volviendo a esta realidad. Levantarme y leer eso. Carpetazo. Después de un sinfín de palabras bonitas, de un recital de recuerdos. Siempre un pero. Siempre. Como si tú fueras quien de los dos pierde más y yo te pierdo, a ti, a la esperanza, y me llevo todo este montón de culpa, todos los "y si lo hubiera hecho bien".
No, tienes razón en que no somos incompatibles. Lo éramos demasiado, de hecho. Recuerdo con una sonrisa, la angustia de entonces cuando tú sólo querías sucumbir a mi cuerpo y yo hacer de ti mi casa. Con el miedo de que algún día me desahuciaras. Y llegó. No somos incompatibles, no. Somos dos gilipollas que dejaron de admirar la obra que tenían enfrente. Que dejaron de valorar lo que habían construido, yo echaba la mierda a tu cara, tú te la guardabas adentro. Y nos pudo el mal de mirarnos como extraños y besarnos con recelo. Recuerdo como, antes del juego de apartar la mirada teníamos uno en el que tú me mirabas a los ojos. En completo silencio, yo me recogía entre gozosa y avergonzada o intimidada, ya no lo sé. La noche antes de despedirme lo intenté, llevarme algo bueno de esos ojos tan comunes y tan únicos tuyos. Y me lo llevé. En la forma en que te apartabas, me rehuías y te defendías supe que ya no ibas a perderte más en los míos. Quise obligarte a quererme sin poder hacerme a la idea de que los abrazos más dulces, los besos más sinceros que en tantos meses había reclamado serían tu regalo de despedida. Yo sólo era una chica mirando con lágrimas en los ojos a un chico, rogando que la quisieran. Sin darme cuenta de que ojalá me hubiera amado a mí antes para poder quererte bien.
Y entonces lo vi. Lo supe. Lo que mi cerebro amordazado por el corazón se negaba a admitir. "Estás sola. Se ha ido. No va a volver. Pero ni ahora, ni nunca. Jamás de esa forma." No quiero ser presuntuosa, aún escribirlo o decirlo en alto me cuesta, no me lo acabo de creer. Pero sé que es cierto. Como quien sabe que tiene que dejar de fumar mientras apaga el cigarro en un movimiento de claqué. Estoy insoportablemente metafórica. Ya se sabe: "donde duele, inspira". Las palabras hacen magia.
El caso es que bueno, es real. O sea, quiero decir, es real. Ocurre, aquí y ahora. Voy a repetirlo más porque quizá ya así pueda empezar a pegar berridos y no estas lágrimas gordas y silenciosas que ruedan y para cuando me doy cuenta que lloro ya me han empapado el papel. Estoy sola. Sola, de soledad. Y lo que más te va a doler, pequeña, es que algún día tú no dolerás ya, y las mismas palabras que usó contigo las usará con otra. Y tus recuerdos pasarán de la caja a la basura y allí paz y después gloria. Y que nunca más volverás a despertarte a su lado y a darle la mano hasta quedarte medio dormida. Ya no será más su pecho tu casa. Y no quieres, querida niña, asumir que estás sola porque sabes que entenderlo es saber que llegará otra. Y no temes ese día, no, porque por otro lado será un buen día; de gracia para él. Te temes a ti. Temes no estar lista para entonces, ahogarte de tristeza. Quedarte sin ir al baile por no estar vestida.
Pero ah, criatura. Valiente y cobarde a la vez. Has tenido tanto miedo del paso del tiempo y ahora mueres porque te cure ese poquito corazón...
Aseguraría a toda costa, que leerte rompe el corazón a cualquiera. Desde algún punto del mapa, aquí tienes el apoyo de una chica cualquiera. ¡Ánimo!
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